De Pueblos Indígenas en Brasil
Foto: Carlos Fausto, 1988

Parakanã

Autodenominación
Awaeté
¿Donde están? ¿Cuántos son?
PA 2042 (Siasi/Sesai, 2020)
Familia linguística
Tupi-Guarani
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Los Parakanã son habitantes tradicionales del cruzamiento de los ríos Pacajá-Tocantins. Hablan una lengua Tupi-guarani perteneciente al mismo subconjunto del Tapirapé, Ava (Canoeiro), Asurini e Suruí de Tocantins, Guajajara y Tembé. Son típicamente indios de tierra firme, no son canoeros, y son eximios cazadores de mamíferos terrestres. Practican una horticultura tradicional poco diversificada, teniendo como cultivo básico la yuca amarga. Se dividen en dos grandes bloques poblacionales, Oriental y Occidental, que se originaron por una cisión ocurrida a finales del siglo XIX. Los orientales fueron reducidos a la administración estatal en 1971, durante la construcción de la carretera Transamazónica; los grupos occidentales fueron contactados en diversos episodios y localidades entre 1976 y 1984.

Identificación y localización

Habitação no Igarapé Lontra. Foto: Antônio Carlos Magalhães, 1975.
Habitação no Igarapé Lontra. Foto: Antônio Carlos Magalhães, 1975.

Los Parakanã Orientales y Occidentales sumaban aproximadamente 900 individuos en 2004. Viven en dos áreas indígenas diferentes, división que no corresponde a los bloques oriental y occidental. La primera área, denominada Tierra Indígena (TI) Parakanã, se localiza en la cuenca del río Tocantins, municipio de Repartimento, Jacundá e Itupiranga, en Pará. Con una extensión de 351 mil hectáreas, se encuentra demarcada y con una situación jurídica regular. Desde 1980, recibe asistencia del “Programa Parakanã”, fruto de un convenio entre la Funai (Fundación Nacional del Indio) y la empresa Eletronorte. Su población era de aproximadamente 600 personas (2004), distribuidas en cinco aldeas diferentes, de las cuales tres pertenecen a los Parakanã Orientales (Paranatinga, Paranowa'ona e Ita'yngo'a) y dos a los Occidentales (Maroxewara e Inaxy'anga). En esta TI, los Orientales son numéricamente dominantes, representando aproximadamente dos tercios de la población.

La segunda área, denominada TI Apyterewa, se localiza en la cuenca del río Xingu, en los municipios de Altamira y São Felix del Xingu, también en Pará. Con 981 mil hectáreas, fue declarada como posesión permanente de los Parakanã en 1992, sin embargo, la Portería del Ministerio de Justicia que la garantizaba fue revocada, y la tierra identificada por la Funai fue reducida, de su tamaño original, para 773 mil hectáreas. Una nueva Portería del Ministerio de la Justicia fue firmada el 21/09/2004. Pero el área se encuentra, hoy, bastante invadida por los madereros, hacendados, colonos y mineros. Asistida por la Administración Regional de Altamira (Funai), contaba a finales de 2003 con una población de 314 personas, según la Funasa (Fundación Nacional de Salud), viviendo en dos aldeas (Apyterewa y Xingu). Todos sus habitantes son oriundos del bloque occidental y fueron contactados entre 1983 y 1984.

Habitações no Igarapé Bom Jardim. Foto: Carlos Fausto, 1988.
Habitações no Igarapé Bom Jardim. Foto: Carlos Fausto, 1988.

El término ‘parakanã’ no corresponde a una autodenominación. Los Parakanã se dicen awaeté, ‘gente (humanos) de verdad’, en oposición a akwawa, categoría genérica para los extranjeros. Según Nimuendaji (1948ª), el término por el cual son conocidos entró en el léxico indigenista al inicio del siglo XX, por medio de los Arara-Pariri, grupo de lengua karib, que había sido obligado a abandonar su territorio en el alto río Iriuaná, afluente de la margen izquierda del río Pacajá, en virtud de los repetidos ataques de un grupo a quien denominaba por ese término. Parakanã, desde entonces, comenzó a designar a una “tribu desconocida de indios salvajes” habitando las cabeceras de los afluentes de la margen izquierda del río Tocantins. Otras denominaciones, entretanto, son reconocidas y atribuidas a los Parakanã. Los Xikrin del Bacajá los nombran de Akokakore, mientras los Araweté los identifican como Auim, o sea: enemigo, y también ‘Iriwä pepa yã’ (señores de las plumas de chulo), o más peyorativo, Iriwa ã (comedores de plumas de chulo).

Fueron vistos por primera vez en 1910 en el río Pacajá, encima de la ciudad de Portel, e identificados como los indios que, en la década de 1920, surgieron entre la ciudad de Alcobaça y el bajo curso del río Pucuruí, para saquear a los colonos y trabajadores de la Carretera de Hierro de Tocantins. Fue al inicio del siglo XX, por lo tanto, que comenzaron a aparecer las primeras informaciones sobre los indios que serían conocidos como Parakanã; designación que, entonces, incluía a los Asurini, grupo de la misma lengua que también pillaba a los habitantes de la región. A partir de la década de 1970, los Occidentales sobrepasaron el límite oeste de este territorio, habitando la región de las cabeceras del río Bacajá y Bom Jardim, afluentes del medio curso del río Xingu. 

La cisión: occidentales y orientales

Parakanã no Igarapé Bom Jardim/TI Apiterewa. Foto: Carlos Fausto, 1988.
Parakanã no Igarapé Bom Jardim/TI Apiterewa. Foto: Carlos Fausto, 1988.

Un conflicto generado por la posesión de una de las mujeres raptadas llevó a los Parakanã a dividirse en dos grandes ramos. El conflicto eclosionó en los años de 1890, durante una expedición para buscar a los enemigos en la margen izquierda del río Pucuruí, dejando un saldo de dos muertos. Después de este evento, se formaron dos bloques distintos: los Orientales se asentaron en el alto curso de los ríos Pucuruí, Bacuri y río de la Direita; mientras que los Occidentales tomaron rumbo para el noroeste, estableciéndose, probablemente, entre los ríos Jacará y Pacajazinho-Arataú (formadores de la margen derecha del Pacajá). No es fácil determinar la localización precisa de estos últimos, pues, al contrario de los primeros, ninguna de sus aldeas actuales se sitúa en el territorio que ocupaban entre el final del siglo XIX y los años de 1960. Después del conflicto, los Occidentales volvieron a buscar el establecimiento de contacto con sus parientes, primero pacíficamente, pero después matando a otro hombre adulto en las proximidades de la aldea. La cisión se tornó, entonces, irreversible.

Los Occidentales expandieron los períodos de sus andanzas por el interior de la selva, abandonaron progresivamente la horticultura, intensificaron la actividad guerrera y los contactos con la población regional. Ya los orientales, que se mantuvieron cohesionados hasta el contacto definitivo en 1971, adoptaron un patrón más sedentario, más retraídos en relación al exterior, con una postura más defensiva que ofensiva y un cierto grado de centralización política.

Los dos bloques se diferenciaban no apenas en las estrategias de subsistencia, sino también en los mecanismos sociológicos de producción y reproducción del grupo: de un lado, los Occidentales con abertura para la guerra, descentralización política, morfología social no diferenciada y poligamia generalizada. Y de otro lado, los Orientales con aislamiento, centralización, morfología dualista y poligamia restricta. Mientras que los Occidentales ampliaban su zona de actuación, realizando ataques seguidos contra los nuevos enemigos, raptando a varias de sus mujeres y tomando sus bienes, los Orientales se aislaban y se defendían de las intrusiones en su territorio.

Histórico del contacto

Los Parakanã habían sido vistos por primera vez en 1910 en el río Pacajá, encima de la ciudad de Portel, y posteriormente, identificados como los indios que, en la década de 1920, surgieron entre la ciudad de Alcobaça y el bajo curso del río Pucurí para saquear a los colonos y a los trabajadores de la Carretera de Hierro del Tocantins. Llamado para garantizar la seguridad de los trabajos, pacificando a los silvícolas, el SPI (Servicio de Protección a los Indios) funda, en 1928, el Puesto de Pacificación de Tocantins, localizado en el Km. 67 de la ferrovía izquierda del río Pucuruí.

Los Occidentales visitaron regularmente el Puesto desde su fundación hasta 1983. La adquisición de mercancías y la relación con los Toria [los blancos] movilizaban al grupo y dominaban las acciones colectivas, determinando un período de relativa paz. Aunque ausente de precisión, mi cronología sugiere que el reinicio de los conflictos guerreros con otros grupos indígenas coincide con el momento en que dejan de frecuentar el Puesto. De alguna forma, por lo tanto, el ‘desaparecimiento de los Parakanã’ se vincula al reaparecimiento de la guerra, como si satisfechos con las mercancías, volvieran nuevamente para los bienes que los blancos no les podían ofrecer. La primera incursión bélica entre los bloques parakanã occidental y oriental de este período ocurrió en la segunda mitad de la década de 1930, en una aldea nueva de los Orientales.

Aunque se encontraran próximos al Puesto de Pacificación, los Orientales jamás supieron de su existencia. Ocupando el medio y alto curso de los ríos Bacuri, Direita y Pucuruí, los Orientales acabaron relacionándose esporádicamente con los recolectores de castaña, caucheros y cazadores de ‘gato’ (felinos) que penetraban en su territorio. Los años de 1940 estuvieron marcados por nuevos conflictos inter-tribales (entre los dos bloques parakanã, como también entre los Occidentales y los Asurini) y por el aislamiento en relación a la sociedad nacional.

Con la ‘pacificación’ de los Asurini en 1953, los Parakanã Occidentales volvieron a monopolizar el Puesto Pucuruí, desde aquella fecha hasta mediados de los años 1960, como lo habían hecho en la década de 1930. Retornaron con grande sed de mercancías. Pero preferían mantenerse autónomos y continuar apenas visitando el Puesto de Atracción. El problema es que, en el pasaje de los años 1950-1960, la frontera económica comenzó a alcanzar el territorio de los Occidentales, que hasta entonces estaba preservado. Sabemos que uno de los componentes fue la actividad maderera que, entonces, alcanzó el curso alto de los ríos de la región. Es posible también, que la extracción mineral en el área y el ‘marisco de gato’ (caza de felinos para la venta de la piel) – una importante alternativa económica durante los años de 1960 -, hayan contribuido para la invasión del territorio parakanã.

Al lado de las transformaciones en la relación con los blancos, un proceso de largo plazo en la base económica se aproximaba de su clímax. La movilidad del grupo venía creciendo, acompañada por el abandono de la forma de la aldea tradicional y por la disminución de la variedad de cultivos en sus plantaciones. Este movimiento es anterior a la invasión del territorio, pero se acelera en este momento por la presión de la sociedad nacional, de tal forma que, antes de abandonar la cuenca del Pacajá, ya habían dejado el cultivo de yuca. Por otro lado, crecía también la tensión interna, en parte por causa de la presión ejercida por la frontera de extracción, en parte por la ausencia de enemigos. La guerra había permitido durante muchos años no apenas a dirigir la tensión para el exterior, como a atenuarla internamente por medio de la adquisición de las mujeres. Entre 1910 y 1955, habían raptado a más de 20 extranjeras, de las cuales 17 tuvieron hijos. Este aumento fue fundamental para mantener la paz interna. La generación que llegaba a la edad adulta en los años de 1960, sin embargo, no contaba con tal recurso y aquellos sin esposa necesitaban disputarla con sus parientes. Fue en este contexto, que eclosionó un conflicto intenso en la segunda mitad de aquella década, que llevó a la primera grande fisura en el grupo, que se dividió en tres, y determinó un movimiento migratorio para el oeste. Fue apenas en 1972, que todos se congregaron nuevamente junto a las plantaciones de los colonos, reuniéndose, como me dijeron, ‘en torno de la yuca de los blancos ‘. Se encontraban en las márgenes de los ríos del Medio, un afluente del río Cajazeiras, límite meridional del territorio parakanã oriental. Un poco más al norte, sus parientes eran ‘pacificados’.  Dejemos pues, a los Occidentales estacionados en el río del Medio en el año de 1972, comiendo yuca y cará (tubérculo), y volquemos nuestra atención para lo que ocurría a algunos kilómetros de allí.

La “pacificación” de los Orientales

En la década de 1950, los Parakanã Orientales permanecieron en la cuenca del río Direita y, al inicio de los años 1960, se desplazaron nuevamente para el noreste y se fijaron en el alto curso del río Andorinha, región donde serían ‘pacificados’ en 1971.

Durante décadas, los Orientales persistieron en su opción por la autonomía, como lo habían hecho sus antepasados. Atravesaron el boom del caucho, de castaña y el proyecto de conexión ferroviaria entre Tucuruí y Marabá. No resistieron, sin embargo, al ‘milagro’ brasileño. En 1970, el Gobierno Federal comenzó a construir carreteras en el Amazonas, que tuvieron un impacto definitivo sobre la colonización de la región y sobre las tierras indígenas. En este mismo año, la Funai y la SUDAM (Superintendencia de Desarrollo de la Amazonía) firmaron un contrato para la ‘pacificación’ de las poblaciones nativas localizadas a lo largo de Cuiabá-Santarém y de la carretera Transamazónica. Se temía que los indios fueran óbices para la construcción de la malla rodoviaria, como en el pasado habían sido para la de las líneas férreas. El contexto se tornó todavía más desfavorable para los indios, pues el gobierno tenía prisa y dinero, fruto de voluptuosos préstamos internacionales. Por esto, la recién creada Funai, teniendo a militares en sus cargos de mando, abandonó la postura estática que el SPI (Servicio de Protección al Indio) había adoptado en Tocantins y partió para la ‘guerra de pacificación’, creando cuatro ‘Frentes de Penetración’ para contactar a los Parakanã en su territorio.

El 12 de noviembre de 1970, se dio el primer encuentro con los Orientales, en el río Lontra, afluente del Bacuri, en un lugar conocido como Espírito Santo, que servía de campamento a los madereros. Los indios parecen haberse mostrado agresivos en la ocasión. El entonces asesor de la presidencia de la Funai y responsable por la operación, Cel. Bloise, contrastó este comportamiento con aquel de los “indios que hace cinco años salían en Pucuruí en busca de regalos y alimentación” (Funai, 1971a:3). Él se refería a las visitas de los Parakanã Occidentales. La situación, ahora era diversa, pues los equipos del Cel. Bloise, tenían la instrucción de avanzar hasta las aldeas y no para aguardar pasivamente en la base. Los Orientales quisieron alejar a los invasores, pero acabaron sucumbiendo a la atracción fatal de los regalos distribuidos con abundancia. Con el tiempo, las relaciones se tornaron más íntimas y pacíficas hasta que, en octubre de 1971, los indios abandonaron sus aldeas y se instalaron en el campamento del Frente.

El contacto tuvo consecuencias desastrosas para los Orientales, causando una intensa disminución de la población. A pesar de todos los recursos financieros que disponía el gobierno brasileño para la construcción de la carretera Transamazónica, no hubo planeamiento adecuado para la ‘pacificación’ del grupo. La recién creada Funai había heredado no apenas a los funcionarios, también los métodos del extinto SPI, que por su vez, tomaba como base la experiencia histórica de interacción de misioneros  y colonos con los indígenas desde la conquista. La mortandad post-contacto era vista como un hecho inevitable. No se pensó, en la época, en usar el dinero para realizar una consultoría técnica, acompañamiento médico o trabajo preventivo. La tragedia hacía parte de los procedimientos normales de contacto – y así fue desde el siglo XVI. Para empeorar la situación, la abertura de la carretera hizo más difícil restringir la interacción de los recién contactados al equipo de la Funai: los Orientales pillaban los campamentos de los contratistas a la orilla de la carretera y llegaron, algunas veces, a tomar las mercancías en la pequeña villa de Repartimiento, localizada en una bifurcación de la carretera. Esta promiscuidad expuso a los indios, no apenas a las enfermedades típicas del inicio del contacto, como también, a la blenorragia, poliomielitis y hepatitis (Magalhães 1982:56-58; Soares et al. 1994:129).

La caída demográfica en el primer año fue muy acentuada. Es difícil, sin embargo, estimar con precisión la dimensión de este proceso, pues parte de las muertes ocurrió antes del contacto sostenido. A mi entender, la disminución de la población fue del orden de 35%. Al inicio de 1972, los Orientales alcanzaron su déficit demográfico, siendo reducidos a 82 individuos, después de varias irrupciones de gripa y enfermedades respiratorias. A partir de ahí, comenzaron a recuperarse.

Los encontré por primera vez en 1992 y los vi nuevamente en 1995 y 1999. Sumaban en aquel momento aproximadamente 220, y ya pasaban de 300, siete años después. La recuperación demográfica comenzó tímidamente a mediados de 1972 y se fue acelerando, principalmente, después del convenio de la Funai con la Compañía Vale do Rio Doce (1983) y, posteriormente, con la Eletronorte (1987). Durante el período que conviví con ellos, estaban bien asistidos y sus tierras – aunque menores que el territorio tradicional –estaban demarcadas y libres de cualquier intromisión. En estos 30 años que se siguieron del contacto, ellos enfrentaron varios desafíos impuestos por la sociedad nacional. Entre los más significativos tenemos el desplazamiento causado por la inundación de parte de sus tierras con la construcción de la Hidroeléctrica de Tucuruí y la lucha por la demarcación de la TI Parakanã. Perdieron varias batallas y ganaron muchas otras: se multiplicaron, establecieron un modus vivendi con la sociedad envolvente y fueron guiados con sabiduría por el jefe Arakytá. Este proceso fue descrito por Magalhães en sus trabajos (1982; 1985; 1991; 1994), a los cuales remito al lector interesado en acompañarlo en detalle.

La experiencia inicial de los Orientales de interacción con la sociedad nacional tuvo un impacto profundo sobre sus cuerpos, sus vidas y la concepción que tienen de los blancos. No atribuyeron a las muertes una fatalidad del contacto interétnico, sino a la hechicería de los ‘pacificadores’ que, si no los mataron por medio de la guerra, lo hicieron a través de chamanismo. Los medicamentos, antes concebidos como dádivas, comenzaron a ser vistos como paliativos por las enfermedades que los blancos continuaron enviando. Una justa compensación por la agresión que perdura, aunque de modo más atenuado. Esta disposición de los Orientales en relación a los blancos no se limita al área de salud, sino que envuelve una desconfianza más general, después de años de varias promesas, no siempre cumplidas. Acostumbran mantener una actitud reservada y atenta con los extranjeros, que contrasta con la efusividad de los Occidentales. Volvamos  a los últimos años de autonomía relativa de estos, que habíamos dejado estacionados próximos a una plantación, en el año de 1972.

La “pacificación” de los Occidentales

Siete años después de la última visita al Puesto Pucuruí, los Parakanã Occidentales fueron localizados nuevamente, esta vez bien al sur, junto a un afluente del río Cajazeiras, afluente del río Tocantins. Pillaban, entonces, las plantaciones de los colonos. Avisados sobre la presencia de los indios, la FUNAI envió un Frente al local, que hizo un contacto preliminar en mayo de 1972, con sesenta personas (Magalhães 1985:29). El equipo del sertanista (exploradores, aventureros y viajeros del interior agreste brasileño en busca de conquistas, riquezas o con intereses científicos) Jõao Carvalho permaneció en interacción con los indios por dos meses, pero sin el apoyo de la Base de Pucuruí y sin regalos para ofrecer, fue obligado a retirarse. Cuando volvieron al siguiente año, encontraron a un pequeño grupo ya preparado para partir.

Los indios habían tomado rumbo para el sudoeste, alcanzando el alto curso del río Cajazeiras, donde un hombre fue asesinado por los regionales. Decidieron, entonces, retomar la marcha para el oeste, en busca de tierras todavía no alcanzadas por los blancos. En el camino, una disputa por mujeres determinó la separación de aquellos a los que llamaré, de aquí en adelante, de ‘grupo de Akaria’, el cual huyó, rumbo para el noroeste en dirección a las cabeceras del río Anapu, que corre paralelo al Bacajá y desagua en la bahía de Caxiuana. Llegó allá al final de 1975 y en enero de 1976, después de aparecer en el campamento de una empresa en el Km. 377 de la carretera, el grupo fue contactado por la FUNAI y transferido para el Puesto Pucuruí (denominado entonces, Base Pucuruí). Según Magalhães (1982:87), eran cuarenta personas en el momento del contacto, de los cuales 11 fallecieron poco después.

La mayoría de los Occidentales, por su vez, siguió para el oeste, alcanzando el divisor de aguas Xingu-Bacajá. Allá encontraron viejos (o tal vez nuevos) enemigos: los Araweté, que fueron llamados de Yrywijara (‘señores de la carnaúba’) o Arajara (‘señores de los papagayos’) como aquellos de los años 1920. Entre 1975 y 1976, realizaron tres ataques contra los Araweté, que representaron el retorno de las acciones bélicas a mayor escala. Después de surgir, en 1977, en el Puesto Ipixuna, donde la Funai acabó por situar en aldeas a los Araweté, se dirigieron para las inmediaciones de la aldea xikrin, en las márgenes del río Bacajá.

Un conflicto con los Xikrin atajó el avance septentrional de los Occidentales, llevándolos a refugiarse más para el sur, en la cuenca del igarapé -brazo estrecho o canal de río, característico de la cuenca amazónica- São Francisco. Entretanto, la frontera de la sociedad nacional estaba, finalmente, cerrando el cerco que se había iniciado hace décadas. El proyecto de colonización de la región al sur de las nacientes del río Bacajá venía transformando la pequeña villa de Tucumã en un polo de expansión de la frontera económica, con base en la asociación entre explotación de madera y actividad agropecuaria. Al inicio de los años de 1980, algunos hacendados alcanzaron la margen izquierda del igarapé São José, mientras que la actividad minera penetraba más allá, alcanzando las cabeceras de los ríos Bacajá y Bom Jardín.

Entre 1980 y 1982, los Parakanã promovieron varios saqueos a las haciendas que se instalaron en la región. La Funai envió, entonces, un equipo para intentar establecer contacto, que acabó  realizándose, en enero de 1983, entre el igarapé São José y un afluente de su margen derecha, el igarapé Cedro. El ‘grupo de Namikwarawa’, como fue conocido, estaba constituido por 44 personas y se había separado de los demás pocos meses atrás, en función de una disputa por una mujer. Es posible que volvieran a reunirse con sus parientes, pero acabaron siendo transferidos después del contacto para la TI Parakanã, en la región tocantina. Se juntaron así, al ‘grupo de Akaria’ en la aldea de Maroxewara. Durante los primeros seis meses, once personas fallecieron, la mayoría víctima por una infección intestinal  (Vieira Filho 1983:22-23; Magalhães 1985:42).

El resto de los Occidentales tomó rumbo para el norte, huyendo del contacto y de la aproximación de las haciendas. En febrero y abril de 1983, tiraron flechas en el Puesto Ipixuna, hiriendo a algunas personas. En la retirada, un guerrero de fuerte liderazgo fue alcanzado por un tiro de escopeta y cayó muerto. El impacto de aquel evento fue decisivo para la ‘pacificación’ que seguiría algunos meses después. Los Parakanã comprendieron que sólo ellos continuaban usando arco y flecha y que no había más forma de mantenerse distantes de las escopetas. En mayo de 1983, surgieron en dos minas entre las cabeceras de río Bom Jardim y Bacajá, tomando armas, instrumentos de metal, redes y harina. La atmósfera era incierta. Planeaban otro ataque contra los Araweté; un nuevo Frente seguía sus rastros y una disputa por una mujer llevaba a la separación del ‘Grupo de Ajowyhá’.

En diciembre de 1983, el grupo mayor, compuesto por 106 personas, fue encontrado. Un pequeño equipo acompañado por Joraroa, que fue contactado en enero de aquel año, alcanzó un campamento entre las nacientes del Bacajá y Bom Jardim. Frente a estas dificultades de acceso y presencia de minas de extracción en la región, el Frente se transfirió para el bajo curso del igarapé Bom Jardim. En marzo de 1984, el ‘Grupo de Ajowyhá’, con 31 personas, se juntó a ellos.

Así fue formado el Puesto Indígena Apyterewa-Parakanã, contando inicialmente con 137 personas, y poniendo fin al largo proceso que se inició en el distante año de 1928, cuando fue fundado el Puesto de Tocantins. Los Parakanã buscaron de todas las formas evitar este desenlace, pero percibieron que estaban definitivamente cercados y resolvieron aceptar la ‘pacificación’. El esfuerzo de todas estas décadas para mantener la autonomía acabó siendo recompensado: el primer año de contacto, hubo apenas tres muertes, siendo una de estas por picada de cobra. Descontando esta última, tuvimos una caída demográfica de apenas 1,5% - número que deja mudas a todas las ‘pacificaciones’ realizadas anteriormente y establece un parámetro para el futuro. En la ocasión, se contó con recursos financieros adecuados, planeamiento de las acciones, acompañamiento médico inmediato, funcionarios dedicados y una pronta aceptación de medicación por parte de los indios.

El contacto no puso fin a los problemas de tierra de los Occidentales. Apenas dio inicio a una nueva etapa. La larga migración para el Xingu les había permitido encontrar un área menos ocupada y devastada que aquella de Tocantins. La frontera económica, sin embargo, no demoraría en llegar. Céleres y voraces, las motosierras roncaron en seguida.

La expansión de la frontera económica en el Apyterewa

Cuatro años de reducción de la administración estatal habían pasado, cuando fue mi primer viaje a la TI  Apyterewa. Los Parakanã habían adoptado rápidamente una serie de técnicas e instrumentos no nativos. Habían retomado la agricultura y ya se adaptaban a la navegación en canoa y a la pesca con nylon y anzuelo. Las escopetas todavía eran raras, pero pronto de volvieron frecuentes, a medida en que aumentaban los saqueos contra los invasores. La ropa, que fue primero despreciada durante las visitas al Puesto de Pacificación de Tocantins, se tornó un bien deseado.  Algunas pocas palabras de portugués salían de la boca de los más jóvenes – nombres de objetos y animales, uno u otro verbo -, pero continuaban básicamente monolingües. Las enfermedades recién introducidas, sino causaron colapso demográfico, ya marcaban profundamente la experiencia de estos primeros años de contacto. Los remedios y la asistencia a la salud eran los principales índices de la nueva dependencia, más contundentes que los objetos por los cuales habían aceptado la ‘pacificación’. Dependencia que no se manifestaba apenas en los casos más graves o en los momentos de epidemia. La distribución de medicamentos era un ritual cotidiano con hora marcada, anunciado al atardecer por la campana, que hacía con que un gran número de personas compareciera en la enfermería, donde obtenían cucharadas de jarabe dulce, descongestionantes, analgésicos, y pedazos de algodón untados con mercurio cromo, que circulaba ampliamente, coloreando los cuerpos heridos, arañados o pinchados en las actividades diarias.

En 1988, sin embargo, el flujo de mercancías comenzaba a menguar, y la preocupación de cómo garantizar el acceso a los bienes occidentales ya se hacía presente. La Funai buscaba implantar, sin éxito, uno de sus proyectos de alternativas económicas entonces en boga: la plantación de cacao para la venta. Fue en este momento, que los Parakanã se dieron cuenta del avance de la extracción vegetal y mineral entre las nacientes del igarapé Bom Jardim  y del río Bacajá. En abril de 1988, ellos cercaron un campamento de madereras, trajeron dos trabajadores como rehenes y dieron inicio a una década de conflictos y vandalismo contra los invasores.

Si la ‘pacificación’ fue consecuencia de la expansión de la frontera económica, esta acabó por favorecer la intensidad de este proceso, pues la transferencia del ‘Grupo de Namikwarawa’ y el desplazamiento de los demás grupos para el bajo curso de Bom Jardim libraron el divisor Xingu-Bacajá para el avance del frente de extracción. La gran empresa maderera fue el componente más activo de este frente, que avanzando de sur a norte, alcanzó la región a mediados de la década de 1980. El alto precio de la caoba en el mercado internacional tornó viable la explotación de áreas antes inalcanzables, dictando las características de la explotación, con base en las inversiones a larga escala, extremamente rentables, realizadas por empresas con significativo capital económico y político, capaces de actuar eficazmente en los planos local, regional y nacional, lanzando mano de los más diversos recursos para preservar la actividad fin: la violencia y la acción política legítima, el irrespeto a las reglas y el recurso legal, la expoliación y a la acción social.

En este caso, el proceso fue comandado por dos grandes empresas, la Exportadora Perachi y la Maderera Araguaia (Maginco), que construyeron la carretera, hoy conocida como “Morada do Sol”, cortando cerca de cien kilómetros de selva, desde Tucumã hasta el divisor de agua Xingu-Bacajá, donde comienzan a invadir las tierras indígenas de la región. Un estudio preliminar de evaluación de los daños causados, realizado en 1992, sugiere que fueron abiertas aproximadamente 1.000 kilómetros de carreteras secundarias dentro de las áreas Apyterewa, Araweté y Trinchera-Bacajá, con la deforestación de casi 9.000 hectáreas de selva primaria y retirada anual de 60.000 metros cúbicos de troncos de caoba (Funai & Cedi 1993:15-17).

La carretera principal, construida para transportar la caoba explotada en las áreas indígenas, acabó sirviendo en los años 1990 como vía para la colonización de la región. Hasta 1992, cuando la TI Apyterewa-Parakanã fue declarada de posesión permanente de los indígenas (PP 267/MJ de 28/05/1992.), la mayor parte de los ocupantes estaba constituida por mineros y trabajadores al servicio de las madereras. A partir del reconocimiento oficial del área y de las primeras acciones de fiscalización por parte de los órganos responsables, se inició un movimiento de entrada de invasores. De un lado, las madereras comenzaron a franquear el acceso, relajando el control que mantenían sobre la carretera; de otro, el crecimiento de la población en la región de Tucumã llevó a los trabajadores sin tierra a avanzar para la nueva área.

Los invasores se concentraron inicialmente al sur del igarapé Cedro, donde se dio el contacto con el “Grupo de Namikwarawa”. En esta región, fueron también abiertas las haciendas para la creación de ganado. En 1994, hubo una intensificación de la invasión, gracias a la iniciativa del INCRA (Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria) de asentar colonos al norte del igarapé Cedro, multiplicando el número de personas dentro de la TI Apyterewa. Se crea entonces, el escenario de conflicto social, consolidando la estrategia de políticos y empresarios locales para impedir la demarcación física del área.

Cuando el Ministerio de la Justicia, por medio del Decreto 1.775 de enero de 1996, abrió la posibilidad de contestar las TIs no registradas en notaría, el Gobierno de Pará, la Alcaldía de Tucumã, la Exportadora de Perachi, una asociación de agricultores, como también, de particulares, solicitaron la revisión de los límites de la TI Apyterewa. Tales contestaciones, aunque improcedentes (como lo admite el propio Ministro en el despacho en que determina la revisión del área), acabaron por ser acogidos.

Al final de 1993, los Parakanã de la TI Apyterewa se dividieron, formando dos aldeas: el ‘Grupo de Ajowyhá’, inflado por el crecimiento demográfico y por las nuevas adhesiones, abandonó el Puesto Apyterewa en la margen derecha del igarapé Bom Jardim y se instaló en la orilla del río Xingu. En 1995, aquellos que habían permanecido en el interior también se mudaron para el rió, donde el pescado es más fácil y las posibilidades de contacto con los blancos es mayor. A partir de ahí, la Funai perdió el control sobre esta interacción, iniciándose una nueva fase de relaciones entre los Parakanã y la población regional. En 1996, algunos indios comenzaron a negociar con los mineros instalados en el igarapé São José, límite sur de la TI Apyterewa. Por la permisión de las actividades de extracción, ellos recibían algunas gramas de oro, algunos reales y ‘rancho’ (arroz, fríjol, harina, aceite, etc.). Al final de aquel año, se da inicio a la negociación con los madereros de São Félix del Xingu para permitir la explotación en la parte de la reserva que todavía no había sido alcanzada, dando fin a la resistencia de casi una década.

Vida Aldea

El término parakanã que mejor traduce nuestro concepto de ‘aldea’ es ‘tawa’, vocablo tupi que pasó para el portugués con ese sentido. Tradicionalmente, ‘tawa’ era un lugar de viviendo no provisional, constituido por una casa colectiva cubierta con el ojo de la paja de babaçu (especie de palmera), por plantaciones de yuca y por un espacio descubierto a alguna distancia de la habitación para las reuniones masculinas. La aldea era la síntesis de estas tres dimensiones diferentes: casa, plantaciones y ‘plaza’. Esta configuración fue común a los dos bloques parakanã durante parte del siglo XX, aunque desde luego cada espacio haya recibido contenidos y énfasis diversos. En los años de 1950, sin embargo, los Occidentales rompieron con este patrón: primero, con la multiplicación de las casas, después con el abandono de las plantaciones y, en seguida, con el desaparecimiento de la ‘plaza’.

En el pasado, todo el grupo se abrigaba en una única casa comunal, conocida como aga-eté (‘casa de verdad’), cubierta con paja hasta el piso y, a veces, con paredes de ‘ripas de paxiúba’ (tipo de palmera) como medida defensiva (los Occidentales la denominan tawokoa, ‘aldea larga’). No es fácil estimar sus dimensiones. Contamos apenas con la impresión de los funcionarios de la Funai que realizaron la ‘pacificación’ en 1971, ya que este tipo de habitación fue abandonado después del contacto. Según una estimativa de los ‘sertanistas’, la casa comunal era un área de aproximadamente 250 m2, lo que sugiero ser una evaluación conservadora, teniendo en cuenta que entonces era ocupada por una población de más o menos 145 personas. El espacio interno era poco diferenciado, como resalta el jefe de la base Pucuruí, Cel. Bloise, que describe de esta forma una de las casas que visitó en junio de 1971:

“Se trata de una enorme área cubierta por el ojo de la paja del babaçu con 10 entradas distintas e independientes. Posee en su parte más alta unos 8 metros de altura y su forma se asemeja a un hangar, esto por la parte externa. Internamente, es un área amplia y libre dividida únicamente por la localización de la hamacas de las diferentes familias” (Funai, 1971d:5).

En la construcción de una casa, la decisión en relación al lugar, la recolección de las material primas y la propia edificación son tareas exclusivas del hombre, el líder del grupo doméstico, correspondiéndole a su mujer(es) abrir y entregarle la paja de la palmera de babaçu con la cual será cubierta la vivienda. Los hijos y otros parientes que co-habitan en la misma vivienda también participan, principalmente si están casados (Magalhães, 1982, 82).

La casa, durante el día, era un espacio de convivencia generalizado, repartido por hombres, mujeres y niños. Durante el período de la noche, sin embargo, se volvía un lugar de intimidad femenina, pues los hombres adultos y los adolescentes se reunían en la ‘plaza’, en la tekatawa (‘lugar de estar’). Los alimentos eran cocidos en su interior y, también ahí, se hacían las comidas, que no eran colectivas, aunque la caza circulara entre los fuegos de los familiares. La casa era también, el lugar de reposo, de hamaca y sombra, de proximidad entre padres e hijos, pero de donde estaba excluida la intimidad sexual por ser un espacio demasiado público.

Las plantaciones (ka), por su vez, eran el lugar del trabajo diario femenino. Los hombres participaban de las actividades agrícolas – en particular de la broca, del derrumbe y quema, que se extendían de julio a octubre – pero les correspondía a las mujeres el grueso del trabajo cotidiano en la plantación y en el proceso de la yuca. Como espacio, la plantación no puede ser calificada como ‘femenina’, en oposición a la selva, de dominio ‘masculino’, pues en la producción de subsistencia existe una complementariedad. Hombres y mujeres no se oponen colectivamente en la plantación, en la casa o en la selva. Estos espacios son recortados por las relaciones familiares.

La fuerte oposición es entre la casa y la plantación como espacios de producción de la vida cotidiana y la tekatawa como un espacio de la política, exclusivamente masculino. Para los Orientales la aldea se define por la presencia de tres espacios de sociabilidad: las casa(s) relativamente permanente(s), las plantaciones de yuca y la plaza. Un lugar de habitación sin estos elementos no es una aldea, sino un campamento, que se distingue por su incompletad.

La aldea y el campamento representan momentos de aglutinación y de dispersión, respectivamente, y son complementarios en la producción de la vida social parakanã, así como la horticultura y las incursiones por la selva. Sin embargo, mientras entre los Orientales la primera tendió a predominar sobre el segundo, entre los Occidentales se asistió a la transformación de la propia aldea en un campamento semipermanente.

Tekatawa y liderazgo entre los orientales

Los orientales se representan como una totalidad en un espacio específico: la tekatawa, el ‘lugar de estar’, el ágora parakanã. Este es el locus del mando, el centro político del grupo, aunque esté inscrito espacialmente fuera del centro. La tekatawa es un lugar descubierto, normalmente sin ninguna construcción, que debe estar necesariamente distante de las residencias. No se deja circunscribir por las casas, pero se opone diametralmente a éstas.

La separación física entre casa y tekatawa representa una función de oposición entre la colectividad de los hombres y la colectividad de las mujeres. La distancia es necesaria para que estas no puedan oír, en las viviendas, las conversaciones y los cantos de los hombres. Los Orientales critican a los Occidentales por realizar los preparativos del opetymo entre las casas, permitiendo que las mujeres escuchen los cantos antes del ritual. Sin embargo, abren la excepción para aquellas que son soñadoras: estas si pueden frecuentar la tekatawa y enseñar sus cantos.

Como las reuniones son nocturnas y se realizan en una oscuridad apenas compartida por las brasas rojizas de los cigarrillos, no hay porqué temer a las miradas curiosas. Además, casi nada hay para ver: no es el movimiento de los cuerpos que anima la tekatawa, sino las voces. Esta es el lugar de conversación, del trabajo de oratoria ejecutado por los jefes. O mejor, propiciado por estos, que no lo monopolizan, pero, al contrario, lo tornan posible y necesario. Los jefes son aquellos que ‘hacen la conversación’ (-apo morogeta) para los otros.

La reunión ocurre cada noche con la participación de todos los hombres adultos. Cada uno ocupa un espacio predeterminado, conforme la mitad a la que pertenece y a la edad. Los hombres se distribuyen en un círculo, dividido por la mitad en sentido norte/sur: al este quedan los Tapipy´a, al oeste, los Apyterewa y Wyrapina. El dualismo es representado también en la jefatura: el hombre más viejo de cada mitad es un jefe, y ocupa la posición central de la tekatawa, frente al norte y teniendo a sus espaldas a los otros hombres de edad (moro'yroa). Inmediatamente de frente, se aglomeran los jóvenes con o sin hijos, aquellos que se tornaron hombres hace poco tiempo (awarame). Finalmente, de lado los jefes, se encuentran los adultos plenos (awaramekwera). Esta distribución es fija y cada persona tiende a ocupar siempre el mismo puesto, lo que ayuda en la identificación de los oradores.

En la tekatawa se habla sobre todo, menos sobre las mujeres. A primera vista de manera caótica – con voces sobreponiéndose en un discurso construido colectivamente bajo la batuta de los jefes -, se relatan los acontecimientos del día, se intercambian informaciones sobre la caza, se habla sobre las ventas de los productos, se indica la necesidad de trabajos comunes. El tono oscila entre la anécdota y el habla circunspecta dependiendo de la ocasión. A veces, se hace silencio para oír un mito o una historia antigua narrado por uno de los jefes, narrativa siempre acompañada por  interjecciones y suplementos de los otros viejos.

La tekatawa tiene una función pedagógica: es el lugar propio para la transmisión colectiva del conocimiento histórico, mítico y ritual del grupo. El papel del jefe es cristalizar una memoria colectiva y retransmitirla. La jerarquía se funda en la capacidad diferencial de acumulación de memoria y de su capacidad de hacerla presente en forma hablada. Esta doble capacidad – conservación y transmisión – es distinta conforme a la edad y a las características personales del individuo. No basta, pues, ser un moro´yroa (viejo) para ser un moro´yroa (jefe). Para ser una ‘contingente de gente’ (moro-´yroa) es necesario tener conocimiento y ser capaz se animarlo por medio del flujo de palabras.

Organización social

Parakanã no Igarapé Lontra. Foto: René Fuerst, 1972.
Parakanã no Igarapé Lontra. Foto: René Fuerst, 1972.

Los Parakanã Orientales se dividen en tres patrigrupos exogámicos (o sea, grupos de filiación paterna que no se casan entre si): Apyterewa, Wyrapina y Tapi´pya. Toda persona de este bloque pertenece a alguno de estos patrigrupos. Cualquier persona a la que se le pregunte ‘cuál es su marca, tipo, clase’ (ma´é-kwera pa ene) responde, sin pestañear, a cual de estos grupos pertenece.

Durante mi período de campo, el liderazgo político también se estructuraba de acuerdo con la segmentación. La jefatura le correspondía a dos hombres, cada cual de una mitad. El arreglo entonces vigente permitía mantener cierto equilibrio y complementariedad en el ejercicio del poder, aunque no hubiera simetría perfecta, ya que Arakytá (mitad Tapi´pya) tenía un mayor prestigio y autoridad que su yerno Ywyrapytá (metade Apyterewa). No hay, sin embargo, un componente categórico que determine la estructura de la jefatura, tampoco se define un sistema necesariamente dual de mandato. Esta condición resulta antes de las cualidades personales y circunstancias históricas particulares, que pueden o no estar en consonancia con el dualismo. Los Orientales reconocen explícitamente que una de las mitades tiene origen externa, mientras que la otra representa la continuidad de los verdaderos awaeté. Como me dijo un día Arakytá: ‘nosotros [los Tapi'pya] somos enemigos (akwawa)'. Esta declaración algo irónica, sin embargo, no funda un simbolismo en que una de las patri-mitades está asociada al exterior y otra al interior.

Los patrigrupos se expresan, también, en la disposición de las casas en la aldea y en la composición de los ‘Grupos de Producción’. La mayoría de las residencias era habitada por una familia nuclear, pero algunas de ellas reunían dos o más parejas. En estos casos, la composición más común era la de un padre con su(s) hijo(s) casado(s), pero había otros arreglos posibles: germanos, primos paralelos patrilaterales y yerno-suegro.

Este patrón contrasta con el de las aldeas occidentales post-contacto. Estas se organizan, al mismo tiempo, en función de una lógica virilocal y patrilineal (agregados residenciales formados por hermanos de sexo masculino y primos paralelos patrilaterales), y otra que enfatiza los lazos de afinidad repetida (agregados residenciales compuestos por grupos de hermanos que intercambian a las hermanas).

Formas sociales de la escasez

El sistema occidental para la obtención de esposas es mucho menos regulado que el oriental. Hay cuatro formas de conseguir a una mujer entre los Occidentales: a través de un arreglo matrimonial; por sucesión después de la muerte del marido; robándola de un pariente; o raptándola de un enemigo. La operación del arreglo matrimonial está concebida como siendo de la esfera femenina y no masculina, como un acierto entre las mujeres que intercambian hijos (principalmente cuando se trata del primer matrimonio de un hombre). Ellas desempeñan, por lo tanto, un doble papel en el juego de la alianza: son ellas las que circulan entre los hombres, pero son también las mujeres las que traman parte de esta circulación para beneficiar a sus hijos y hermanos.

Buena parte de los arreglos ocurren antes del nacimiento de un niño, como resultado de la ecuación entre preferencia avuncular, estrategias presentes de los parientes involucrados y ciclos de intercambios pasados. Si el bebé es una niña, la madre de su futuro marido es quien la ergue del piso y la entrega a la parturienta: ella ‘toma’ (-pyhyg) a la niña para su hijo. Aunque no toda mujer tiene su matrimonio decidido en este momento, es probable que, en pocos años, ella ya tenga un marido. En 1993, en la aldea Apyterewa, había apenas nueve mujeres solteras de un total de 91: ocho de ellas tenían menos de cinco años y una era pre-púber. Como resultado del vínculo avúnculo-patrilateral, los maridos tienden a ser más viejos que sus esposas. Los Parakanã prescriben como cónyuges de un hombre a las hijas de sus ‘hermanas’ y de sus tías paternas, considerando que el matrimonio con la prima cruzada  patrilateral es secundario.  

Guerra

Aprendendo a manejar arma de fogo. Foto: Yves Billon, 1971.
Aprendendo a manejar arma de fogo. Foto: Yves Billon, 1971.

Los Parakanã no poseen una categoría para ‘guerra’. El término más específico asociado a la actividad bélica es warinio o warinia, que designa exclusivamente el acto de buscar enemigos, movimiento activo de búsqueda de opuestos. El combate armado no es designado por un término propio. Hacer la guerra es atacar (-pakag). El enemigo y los eventos son descritos por una miríada de verbos que especifican el tipo de acción violenta, como ‘golpear la cabeza’ (akameg), ‘golpear la lumbar’ (-akopeca), flechar (-´ywo), ‘tirar’ (con una escopeta) (-mopog), ‘cortar’ (mowai), etc.

No hay un tratamiento narrativo capaz de dimensionar la escala del conflicto, el número de muertos y el número de matadores. La escala no es un elemento central en la descripción de los eventos guerreros, que se concentra antes en una lógica de cualidad que de cantidad. Lo importante no es apenas matar, mas apropiarse de una historia individual, aunque esté inscrita apenas en las formas corporales observables en un instante huidizo. Guerrear no es apenas matar a cualquier un, no es una operación de aniquilación: es preciso que el otro exista como sujeto para que haya productividad en el acto de matar, para que el consumo sea productivo.

Es preciso que los guerreros ‘se enfurezcan contra el enemigo’ (-jemamai akwawa-rehe)  para que haya acción. Bajo el deseo de matar al enemigo, hay una pasión poderosa: la rabia (mirahya). Este sentimiento es clave en la etnopsicología parakanã, pues se le confiere una potencia más fuerte que aquella que nosotros le atribuimos. Decir que un hombre es o está bravo, con ira (-pirahy) implica potencialmente que una agresión letal puede ocurrir.

No siempre, es posible controlar la rabia. Episodios críticos producen reacciones violentas. Cuando fallece un pariente, por ejemplo, los hombres son tomados de una gran rabia. Por la imposibilidad de vengarse de la muerte, matan animales domésticos, lanzan flechas contra la paja de la casa, dan tiros para arriba. Son formas de ‘gastar’ la rabia.

El conflicto

En los momentos de guerra, propiamente, las prácticas chamanísticas son utilizadas como complemento a las prácticas guerreras. Mientra en conflicto, algunos hombres tenían la potencia de mover las voluntades y producir disposiciones necesarias al emprendimiento guerrero, otros servían al colectivo como telescopios chamánicos, capaces de ver a distancia y, así, localizar al enemigo. Tarea no menos noble, una vez que no siempre se encontraban rastros de contrarios, y cuando eso ocurría, no siempre se era capaz de seguirlos hasta el fin. Por esto, recorrían con frecuencia a una práctica chamánica denominada wari'imogetawa, especie de sueño público ritualizado. Aquel que ve a distancia y narra lo que ve para los parientes es dicho wari'ijara ('Señor de wari'ia') o wari'imogetara ('o que -wari'imoge). Este proceso chamánico, donde los sueños revelan lo que está por venir, una premonición, sitúa a los guerreros frente a los enemigos que enfrentarán y es un elemento primordial de la guerra parakanã.

El segundo movimiento es el de ataque: movilizadas las fuerzas, localizado el objetivo, se trata de avanzar en dirección al enemigo. El bando guerrero, de tamaño y composición variados, llegaba a congregar hasta cuatro decenas de hombres armados, además de las mujeres que muchas veces acompañaban a sus maridos hasta las proximidades del blanco enemigo. Ellas se quedaban acampando a aproximadamente uno o dos días del local de ataque, donde mantenían el fuego encendido y guardaban las redes de los guerreros. A partir de este punto, el bando, compuesto por hombres adultos y jóvenes que ya sabían manejar el arco, seguía en frente, rastreando cuidadosamente el territorio adversario.

Después de matar a un enemigo o de flechar a un cadáver, el moropiarera debe dar la vuelta alrededor de una piedra y sentarse: “para que yo permanezca (tajetekane), dice el matador. La mortalidad humana se opone a la solidez de la piedra:”gente es así, sólo la piedra permanece de verdad”, me dijo Mojiapewa en 1992. Se puede también sentar sobre un tronco de jatobá (Hymenaea courbaril), madera dura y resistente: “para que yo no quede débil” (tajetawaeme), dice él. Estos son apenas los primeros pasos de una serie de precauciones y prescripciones que se debe seguir después del homicidio, y que tienen el objetivo de controlar y direccionar las transformaciones que el matador está sufriendo. Tales restricciones están concebidas como un resguardo que se aplica a dos situaciones: a la ‘couvade’ y a las prohibiciones post-homicidio. En ambas, tenemos un conjunto de prescripciones negativas en relación al consumo de alimentos, al acto sexual y a la práctica de ciertas actividades. En la primera, sin embargo, la mayoría de las restricciones es respetada por los padres a favor del bebé recién nacido, mientras que en la segunda, el matador se abstiene a su propio favor.

En la fase inicial, en la cual se debe realizar el resguardo más estricto post-homicidio, el matador se queda recluido en su casa, acostado en la hamaca y no debe salir sino para hacer sus necesidades. Durante cuatro a cinco días, casi no bebe agua, consume una infusión amarguísima de la entre-cáscara de la carapanaúba (marawa) o de la quina (inajarona). Las propiedades de estas infusiones advienen de su amargor (-ram) y funcionan como neutralizadoras de la sangre de la víctima que contamina al ejecutor. Algunos dicen que el matador está lleno de ex-sangre del enemigo (akwawa-rowykwera), pero en general la idea de la contaminación no exige la presencia de una substancia exógena, y si del atributo distintivo de la sangre para los Parakanã, su olor.

El cuerpo del matador durante el resguardo se está transformando, sufriendo un proceso de madurez que lleva a su endurecimiento. Se mata ‘para yo secar-endurecer completo’, se dice (tajeporogeté-té-ne oja). Antes de volverse resistente y rígido como un palo de jatobá, el matador pasa por una fase en que sus fronteras corporales están frágiles. Por esto, es necesario controlar el alimento que él ingiere. Durante los días iniciales, cuando todavía está recluido, él sólo puede comer una pequeña parte de la carne del jaboti blanco (especie de tortuga), considerada totalmente inofensiva. Ninguna otra carne debe ser consumida por el matador en clausura. Puede ingerir, también, pequeñas cantidades de almendra del coco de babaçu y una harina de yuca tostada con la cáscara, llamada manimé.

La ruptura de la abstinencia lleva a la adquisición de las características del alimento ingerido, principalmente en el caso de mamíferos: comer anta hace andar pesadamente; el cerdo hace roncar; caititu (mamífero roedor) hace que los testículos crezcan; cotia (otro mamífero roedor) hace rechinar los dientes; la paca (también mamífero roedor) hace que los ojos brillen; y el venado hace tener resfriado. Algunos vegetales también son perjudiciales: la harina puba sin cáscara hace al matador ‘secar’, la almendra verde del coco de babaçu (que es tierna) deja su barba blanca y el cará causa el estrechamiento de las nalgas. Otros alimentos no ponen en riesgo las formas y disposiciones corporales que definen la humanidad del matador, pero producen disturbios internos, a veces letales. Ciertas mieles y ciertos pescados se incluyen en esta categoría, pero el énfasis recae sobre otros productos, de los cuales el moropiarera debería abstenerse por casi toda la vida, pues ‘hacen tener bazo’: sobretodo, los bananos y huevos de jaboti, pero también mutuns (especie de ave) y armadillos que tradicionalmente serían consumidos apenas por no matadores, mujeres, niños y viejos (por ejemplo, los oporo'ywo-wa'é-kwera, 'ex-flechadores de gente'). Responsabilizan a la ingestión abundante de estos alimentos después del contacto, el hecho de no tener hoy, la misma disposición que antes: “nosotros quedamos cansados viviendo entre los blancos”.

Un chamanismo sin chamanes

Parakanã no Igarapé Lontra. Foto: Alfredo Cabral, 1972.
Parakanã no Igarapé Lontra. Foto: Alfredo Cabral, 1972.

Hablar de chamanismo entre los Parakanã implica, antes de todo, comprender que a rigor no hay chamanes entre ellos. No hay especialistas que desempeñen la función pública de los chamanes, ni personas a quienes se les atribuya un poder de cura estable o definitivo.

En casi todos los grupos amazónicos, encontramos dos grandes categorías básicas de enfermedad: aquellas causadas por la introducción de un objeto patogénico en el cuerpo, y las que resultan de la exteriorización, pérdida o rapto de un componente inmaterial, normalmente concebido como un principio vital. En el primer caso, la terapia consiste en retirar el objeto extraño del cuerpo del paciente; en el segundo, en recuperar el ‘alma’ y fijarla nuevamente en su substrato material.

Entre los Parakanã existe una tercera categoría de enfermedad, determinada por la noción de contagio, que incluye las enfermedades adquiridas después del contacto con los no-indios. Hay, finalmente, una cuarta categoría que es la de las molestias que resultan de la ruptura de algún tabú relacionado a una transición crítica en la vida de las personas.

La categoría de enfermedad que recibe una mayor atención y preocupación es la de las enfermedades producidas por la introducción de un objeto extraño en el cuerpo del enfermo, considerando que resulta, inevitablemente, de la acción de un hechicero, un moropyteara. Los objetos patogénicos reciben dos denominaciones: karowara y topiwara. El primero es una categoría de espíritus con características caníbales, ligados a la producción de la enfermedad y asociados  frecuentemente al ‘anhamga’, ser antropófago de las cosmologías tupi. El segundo remite a los espíritus auxiliares de los chamanes, asociados frecuentemente a los animales.

Entre los Parakanã, topiwara y karowara no son propiamente espíritus, como en otros grupos tupi, sino agentes patogénicos controlados por los hechiceros. Por esto, nadie admite públicamente haberlos visto en sus sueños: aquellos que ven karowara son considerados fuertes candidatos a la hechicería, pues si lo ven, los controlan, si los controlan, los utilizan.

El aprendizaje de la práctica de la hechicería se realiza en los sueños. La noción más común es la que trata de una experiencia onírica con el ‘señor de los karowara (karowarijara) o con el ‘arrancador de karowara (karowamaapara), que transmite al soñador los agentes patogénicos. La transmisión se da por la succión de estos del cuerpo de la entidad. Los Parakanã parecen no tener una representación precisa de esta entidad, asociándola al capibara, al murciélago o a un ser antropomorfo caracterizado por su delgadez. De cualquier forma, la adquisición del poder se da por el aprendizaje de la succión (-pyten) que es considerada un acto de tragar la sangre: aquellos que cogen karowara en sueño tienen, como el matador, el gusto-olor de la sangre en la boca.

Mediante los sueños se aprende también a preparar venenos extremamente potentes, que deben ser ingeridos por la víctima o pasados en su boca. Estos venenos están igualmente asociados a la sangre: uno de ellos es producido con la placenta de un recién nascido; otro, con la lecha de la castañera que, dicen, ‘es igual a la sangre’. Ellos provocan una diarrea intensa, con sangrado, seguida de una muerte fulminante. Quien sabe confeccionar karowara puede también ponerlo en el cigarrillo y ofrecerlo a la víctima, que lo traga al inhalar el humo. Su boca será devorada por el agente patogénico, que podrá presentarse en la forma de orugas blancas conocidas como tahaga.

Todas las personas que sueñas tienen un poco de chamanes y alguna ciencia para curar. No se es, sin embargo, jamás un chamán, pues este lugar no puede ser ocupado sino provisionalmente, nadie se arriesga a serlo, ni a decirlo. Mejor mantenerse entre iguales, no se atribuir poderes, para no ser blanco de acusaciones.

En los sueños de obtienen cantos, el don principal de los enemigos oníricos. Son ellos que garantizan la legitimidad del sueño y su productividad social: soñar es equivalente a obtener cantos. Si alguien afirma haber soñado pero no es capaz de reproducir la música que oyó, no soñó, está mintiendo.

Rituales

Festa das tabocas no Igarapé Bom Jardim. Foto: Carlos Fausto, 1988.
Festa das tabocas no Igarapé Bom Jardim. Foto: Carlos Fausto, 1988.

Llamo genéricamente se ‘fiestas’ a las actividades que se diferencian de aquellas de la vida cotidiana, por abarcar una mayor coordinación de las acciones, por exigir el desempeño de las funciones y rutinas predeterminadas, por movilizar de un modo más amplio a la colectividad y por asociar , de modos específicos, la música y la danza.

Hay innumerables ocasiones en que la música y la danza están asociadas. Tres de ellas, sin embargo, se distinguen de las demás por su mayor elaboración, preparación y duración. Son estas: la ‘Fiesta de las Tabocas’ (takwara-rero'awa), la 'Fiesta del Cigarrillo' (opetymo) y la 'Fiesta del Bastón Rítmico' (waratoa). Se podría acrecentar también la 'cauinagem' (inata'ywawa), en que, la música y la danza parecen tener menor relevancia. A estas cuatro modalidades se suma una serie de pequeñas fiestas asociadas a la caza de algún animal o a la recolección colectiva de miel silvestre. No hay ninguna ceremonia relacionada a la agricultura y se considera inclusive, impropio utilizar sus productos en la preparación de las bebidas rituales: el ‘cauim’ debe ser hecho de la almendra de babaçu, la papilla dulce del palmito de la misma palmera. El único cultivo usado en las fiestas es el tabaco, que se pone en el interior del cigarrillo hecho de la entre-cáscara del tauari  (petyma'ywa, 'árbol de tabaco').

La Fiesta de las Tabocas

Takwara-rero'awa, es una fiesta nocturna que tiene como tema,  fundamentalmente, las relaciones entre los hombres y las mujeres. Su ejecución lleva apenas una noche, pero los preparativos comienzan cerca de quince días antes, cuando los instrumentos son confeccionados con un bambú de color verde oscuro, cáscara áspera y gomas de tamaño medio. En las tabocas, con tamaño que varía entre 50 centímetros y 1  metro, se introduce un pedazo de bambú y se obstruye el pasaje de aire por el canal con un  carrete de envira. El pedazo de bambú vibra (técnicamente, estos instrumentos no son flautas, sino clarinetes). Es regla confeccionarlas el mismo día en que son traídas, pues si amanecen en la aldea sin haber sido tocadas, causan fiebre en los niños.

Con la manufactura de los instrumentos se inicia un período de ensayos diarios, siempre por la noche. Los ejecutores se dividen en tres categorías según el tipo de taboca. Después de algunos días de ensayos, aquellos que danzarán en la fiesta (los takwara-pyhykara, 'tocadores de la taboca') comienzan a recolectar y almacenar la miel. En la noche que antecede al ritual, ellos deben abstenerse de sexo, pues de lo contrario vomitaran la papilla dulce. Por la mañana, salen para buscar el palmito de babaçu y entregan los ingredientes para la madre, hermana o esposa. Al final de la mañana, éstas se dirigen para el terrero entre las casas y comienzan a preparar la papa de palmito, espesada eventualmente con yuca ahumada. Durante la cocción, los takwara-pyhykara se deben mantener alejados del lugar, pues no pueden asistir al proceso de transformación del alimento.

Al comienzo de la tarde, las mujeres pintan a los bailarines con jenipapo (planta de donde se extrae una tintura vegetal de uso corporal) y, poco antes del crepúsculo, ellos de dirigen para un área atrás de las casas. Allá, se completa la ornamentación, con la fijación de las plumas blancas del chulo-rey o del gavilán-real en las piernas, la puesta de las jarreteras  y de los sonajeros de fieras atados a los tobillos. Adornados así, hacen la entrada en el terrero donde están las mujeres guardando las ollas de la papilla. Avanzando ruidosamente en dirección a ellas, haciendo sonar las tabocas, los bailarines se apropian de la plaza y ejecutan el primer ciclo completo de la música. Se interrumpe entonces, el performance para que los viejos mezclen la miel a la papilla recalentada.

Terminado el alimento, recomienza la fiesta que dura hasta la aurora, con la repetición sin cesar de varios ciclos de las canciones. Durante la noche, algunas mujeres son sorprendidas por hombres de la asistencia, que las obligan a entrar en la rueda de la danza.

La ejecución del ritual para las extranjeras pone en evidencia un sentido general de la fiesta, que es la introducción de las mujeres en la rueda para que tengan una larga vida como compañeras sexuales; esto porque las niñas púberes son las más deseadas por los hombres de la asistencia. No obstante, todos, de algún modo, buscan tomar parte del movimiento del rito. Cuando las primeras señales de la aurora despuntan en el cielo, las madres dan sus bebés para las mujeres que fueron abrazadas durante la noche para bailar con ellos. El objetivo es, una vez más, hacer con que tengan una larga vida:”para que permanezcan, se dice”  (taiteka oja). Al mismo tiempo, se incentiva la participación de los niños con más de ocho años como músicos: “para que crezcan, se dice” (tojemotowi oja). Es importante notar aquí, una distinción entre los Occidentales y Orientales, pues si para los primeros la fiesta puede y es realizada desde la perspectiva femenina, invirtiéndose simétricamente los papeles sexuales – y bastando para esto que haya una mujer que sepa tocar la taboca-padre (saber que hoy está restringido a dos habitantes de la TI Parakanã) -, para los últimos, esta es una posibilidad fuera de cuestión.

Con la llegada inminente de la mañana, se acelera el compás para que la última música coincida con la aurora. Los músicos salen por donde entraron, dirigiéndose para la selva. Allá, hacen sonar estrepitosamente las tabocas y las lanzan en el medio de la selva. No se podrá más soplarlas, pues aquel que lo haga tendrá problemas en la garganta. Hora de bañarse en el río y reposar.

La fiesta del cigarrillo

En contraste con la Fiesta de las Tabocas, esta es una fiesta de música vocal, danzada individualmente, predominantemente diurna, asociada al tabaco, al canto de las hermanas para los hermanos, al establecimiento de relaciones de chamanes del mismo sexo y a la depredación guerrera.

La ejecución de la ‘Fiesta del Cigarrillo’ dura de tres a cuatro días y de esta participan de cinco a diez personas. Los preparativos comienzan cerca de quince días antes, cuando alguien, con experiencia resuelve levantarse (-po´om). Las razones para hacerlo son variadas: incentivo de los jóvenes, abundancia particular de caza, conmemoración de un evento guerrero, pacificación de los conflictos internos. Aquel que se levanta será el dueño de la fiesta, el primero que baila y el responsable por patrocinar los ensayos nocturnos. Entre los Orientales, estos ensayos se realizan en la tekatawa, a distancia de los oídos de las mujeres, que permanecen en las casas. Así también parece haber sido en el pasado entre los Occidentales, pero ya hace bastante tiempo, los preparativos ocurren en el terrero de las casa, al alcance de los oídos y ojos femeninos. 

Actividades productivas

Interior de uma casa na TI Parakanã. Foto: Antônio Carlos Magalhães, 1975.
Interior de uma casa na TI Parakanã. Foto: Antônio Carlos Magalhães, 1975.

Al inicio de los años 1960, los Parakanã Occidentales habían abandonado la horticultura, viviendo exclusivamente de la caza y de la recolección, y de eventuales robos de algunos productos de las plantaciones ajenas. Con la ‘pacificación’, la horticultura fue reintroducida por los funcionarios de la Funai, con consecuencias importantes sobre la movilidad y la dieta del grupo. Esta reintroducción se dio en la forma de grandes plantaciones colectivas, abiertas por los indios bajo la dirección del jefe del Puesto, con el auxilio de moto sierras y hachas de metal. En las plantaciones se pasó a cultivar, también colectivamente, yuca, maíz, banano, arroz y fríjol (cará, yuca, y papa dulce son plantadas separadamente por las familias nucleares). Todo el trabajo colectivo quedó a cargo de los hombres: brocar, derrumbar, quemar, plantar, desmalezar y cosechar.

Las mujeres, al contrario de lo que ocurría en el pasado, dejaron de participar de la plantación y de algunas cosechas. La retomada de la agricultura llevó a una redefinición de la división sexual del trabajo. Si con frecuencia, la adopción de nuevas culturas – y en particular de la yuca brava, debido al tiempo de su procesamiento – tiene repercusiones importantes sobre el trabajo femenino (Beckerman s/d: 82), en el caso de los Parakanã Occidentales, el impacto más expresivo se dio sobre los hombres. Ellos no apenas asumieron la mayor parte de las tareas agrícolas, como pasaron a participar activamente del procesamiento de yuca.

En el caso de los Orientales el trabajo en la plantación está dividido en grupos que actúan según divisiones familiares. El principio que determina la composición de los “Grupos de Producción’ para el trabajo en la plantación es la patri-filiación, o sea, los grupos son formados a partir de los lazos de consaguinidad determinados por la vía paterna. La patri-filiación como vínculo económico no une a los individuos, sino a las familias nucleares, que son la unidad mínima de la producción y el consumo. Esto implica que, al alcanzar la madurez sexual, la mujer comienza a producir no más para su familia de origen, sino también para la del marido. El trabajo agrícola está constituido por la coordinación del trabajo femenino a través del matrimonio y por la cooperación masculina, a través de los lazos de patri-filiación.

Si comparamos esta estructura con la de los Parakanã Occidentales, notaremos que les falta la coordinación del trabajo masculino por los lazos de filiación paterna. El núcleo familiar, una vez constituido, adquiere total autonomía de derecho. La independencia de la pareja deriva precisamente de la ausencia de cualquier obligación económica del marido para con su padre o suegro. Antes del matrimonio, el hombre presta sus servicios anticipados y atenuados para la futura esposa, a quien debe darle parte de la presa que cace. Esta es una forma de garantizar la simpatía de los suegros, y marcar públicamente una relación que sólo se concretará años después. De modo semejante, los hijos de sexo masculino no trabajan para el padre, inclusive antes del matrimonio. Para los Occidentales, se debe trabajar únicamente para proveer el sustento de las esposas y los hijos. La familia nuclear es, por lo tanto, el único ‘agente económico’: es la cooperación entre el marido y su esposa la que mueve las actividades de subsistencia. Esto no significa que inexista una articulación de los esfuerzos productivos entre los núcleos familiares, pero si que esta conforma redes flexibles de relaciones, no de grupos. A los cuñados, en especial aquellos que intercambian hermanas, les gusta salir para cazar juntos, así como a los amigos formales.

Cazadores selectivos y pescadores ocasionales

Los Parakanã son cazadores especializados en animales terrestres. Antes del contacto, despreciaban la mayor parte de la fauna acuática y arborícola, que son las más densas de la selva tropical. Entre las más de 70 especies de aves que distinguen (levantamiento preeliminar), apenas dos son depredadas: mutum y jacu.

La pesca, a su vez, era una actividad secundaria. Son unánimes en afirmar que antes del contacto comían poco pescado. Su importancia en la dieta se restringía a algunos meses de la estación seca, cuando los ríos se desaguaban y la fauna acuática se concentraba en lugares propicios a la pesca con timbó (savia de una liana que entorpece a los peces). Aunque no hubiera prohibiciones fuertes en relación al pescado, ciertas especies no eran consumidas, por razones variadas.

Si los Parakanã eran pescadores ocasionales y bastante restrictivos en relación a las aves, el grueso de su alimentación proteínica provenía de los mamíferos y reptiles. Pero aquí también encontramos gran selectividad. De las 39 especies de mamíferos (excluyendo ratones, mofetas y murciélagos), los Occidentales sólo cazaban ocho y los Orientales, nueve. Los únicos mamíferos sobre los cuales no recae ninguna restricción son el anta, el marrano salvaje y el caititu, que al lado de dos especies de jaboti (G. carbonaria y G. denticulata) constituyen las cazas preferidas de los Parakanã.

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